El Gobierno anuncia la gran celebración de un aniversario de la Vuelta de Obligado, la batalla en la que, el 20 de noviembre de 1845, las tropas de Rosas intentaron inútilmente bloquear el acceso de la flota británica por el río Paraná. Paralelamente, los escritores neorrevisionistas baten el parche y despiertan sentimientos e imaginarios de un nacionalismo hondamente arraigado en nuestra sociedad. A la vez, por qué no, realizan un buen negocio editorial.
Como de costumbre, anuncian la revelación de un episodio que la "historia oficial" ha mantenido oculto. En realidad, el episodio de la Vuelta de Obligado puede ser leído en casi cualquier libro que se ocupe del período. Por ejemplo, en dos autores clásicos y de ideas diferentes: José Luis Busaniche y Ernesto Palacio. Dos probos historiadores británicos, H. S. Ferns y John Lynch, han dicho todo lo que necesitamos saber acerca de las trapisondas del lobby de comerciantes e industriales de Liverpool y Manchester, que presionó permanentemente sobre la política del Foreign Office en el largo conflicto de la Cuenca del Plata. Tulio Halperin Donghi, hace 40 años, trazó un balance equilibrado del asunto, bastante favorable a Rosas: sin cuestionar los sólidos lazos que ligaban con Gran Bretaña a los hacendados y comerciantes porteños e ingleses -dice-, Rosas defendió encarnizada y a la larga eficazmente la independencia política de la región, en la época de la "política de las cañoneras", cuando nadie podía asegurar cuáles serían los límites del colonialismo europeo. Rosas puso esos límites.
Coincido con esos balances, que destacan no tanto las heroicas acciones militares en el Paraná como la tozuda y cazurra práctica diplomática de Rosas en los cuatro años siguientes. Me parece más difícil de aceptar, en cambio, que la batalla del 20 de noviembre de 1845 haya sido una gran "epopeya nacional", como se dice.
En primer lugar, fue una derrota. Honrosa y heroica, sin duda; victoria moral, como nos gusta a los argentinos; pero derrota al fin. La de los ingleses fue quizás una victoria a lo Pirro. Pero vencieron. Cortaron las cadenas, rompieron el bloqueo y llegaron con sus barcos a Corrientes, donde la sociedad local admiró los nuevos barcos de vapor y las damas alternaron y coquetearon con los oficiales británicos.
Sin embargo, sus logros fueron escasos. Los mercados de las provincias litorales eran menos atractivos que lo supuesto. Ninguno de los jefes políticos antirrosistas, en armas en las provincias litorales, quiso comprometerse con los ingleses. Los comerciantes británicos en Buenos Aires continuaron acumulando pérdidas con el bloqueo y reclamando una solución pacífica. Dicho esto, sopesemos el argumento de los neorrevisionistas: las fuerzas militares de Rosas, luego de la derrota del 20 de noviembre, practicaron una tenaz y meritoria guerrilla de retaguardia, que ocasionó pérdidas a la flota y a los buques mercantes ingleses. Un problema más. Por entonces, otros problemas en su vasto imperio informal reclamaron la atención del gobierno británico . En 1846 Aberdeen, cultor de la "política de las cañoneras", fue reemplazado en el Foreign Office por Palmerston, partidario del camino negociado. Hubo una nueva evaluación de la situación del Plata, y aunque el bloqueo se mantuvo hasta 1849, finalmente se llegó a un acuerdo muy honroso para el gobierno de la Confederación, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra. La negociación y no la epopeya.
¿Fue "nacional" esta acción? También me parece dudoso. Los revisionistas y neorrevisionistas comparten una idea, de origen alemán, acerca de la existencia de una nación eterna, existente desde siempre y animada por el "alma del pueblo", el volgeist . Una idea importada, pensada para otras realidades, que nuestro nacionalismo aceptó con entusiasmo y aplicó a nuestro caso. Los historiadores profesionales sabemos que las naciones no existen desde siempre, sino que se construyen, en circunstancias determinadas. Casi siempre son impulsadas por Estados, que encuentran en el imaginario nacional su mejor legitimación.
En rigor, en 1845 el Estado nacional argentino todavía estaba en construcción; toda la Cuenca del Plata era un hervidero, y ni siquiera estaba claro qué parte de ella -¿el Uruguay o el Paraguay?- correspondería a la Argentina. Muchos conflictos estaban pendientes de resolución y era difícil saber cómo terminaría la historia, y en consecuencia, cuál de los intereses en pugna sería el "nacional". Nuestros neorrevisionistas dan por sentado que Rosas defendía el interés nacional. Quizá. Pero en la época había opiniones diferentes sobre cómo organizar el país, especialmente entre correntinos, entrerrianos y santafecinos, por no mencionar a uruguayos y paraguayos, cuya independencia Rosas cuestionaba.
En cambio es seguro que Rosas, bloqueando el Paraná e impidiendo la libre navegación de los ríos, sostuvo los intereses de Buenos Aires, una provincia que, bueno es recordarlo, hasta 1862 vaciló entre integrar el nuevo Estado o conformar un Estado autónomo. Rosas defendió con energía el monopolio portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida Albión"-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición.
Transformar una derrota en victoria. Hacer de una batalla donde primaron los intereses particulares de Buenos Aires un jalón en la construcción de la Nación. Todo eso es algo más que una opinión, poco rigurosa pero aceptable en un terreno por definición opinable, como lo es el pasado. Tal manera de ver las cosas constituye una parte central del "sentido común" nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión. En su tiempo, el revisionismo ayudó mucho a construirlo. Los escritores neorrevisionistas -confieso que me cuesta llamarlos historiadores- pulsan esa sensibilidad, la refuerzan, y adicionalmente la convierten en un buen negocio: bien publicitado, el nacionalismo patológico vende bien.
Digo nacionalismo patológico porque hay, en mi opinión, otro nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación. Pero en el sentido común de los argentinos predomina aquel otro: una suerte de "enano nacionalista" que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. Gran Bretaña y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del "enano nacionalista" ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era "apátrida" y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.
Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos -tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas- e incluir en su campaña general contra diversos enemigos -la lista es conocida- este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al "enano nacionalista". Hoy, yo al menos lo dudo.
Como de costumbre, anuncian la revelación de un episodio que la "historia oficial" ha mantenido oculto. En realidad, el episodio de la Vuelta de Obligado puede ser leído en casi cualquier libro que se ocupe del período. Por ejemplo, en dos autores clásicos y de ideas diferentes: José Luis Busaniche y Ernesto Palacio. Dos probos historiadores británicos, H. S. Ferns y John Lynch, han dicho todo lo que necesitamos saber acerca de las trapisondas del lobby de comerciantes e industriales de Liverpool y Manchester, que presionó permanentemente sobre la política del Foreign Office en el largo conflicto de la Cuenca del Plata. Tulio Halperin Donghi, hace 40 años, trazó un balance equilibrado del asunto, bastante favorable a Rosas: sin cuestionar los sólidos lazos que ligaban con Gran Bretaña a los hacendados y comerciantes porteños e ingleses -dice-, Rosas defendió encarnizada y a la larga eficazmente la independencia política de la región, en la época de la "política de las cañoneras", cuando nadie podía asegurar cuáles serían los límites del colonialismo europeo. Rosas puso esos límites.
Coincido con esos balances, que destacan no tanto las heroicas acciones militares en el Paraná como la tozuda y cazurra práctica diplomática de Rosas en los cuatro años siguientes. Me parece más difícil de aceptar, en cambio, que la batalla del 20 de noviembre de 1845 haya sido una gran "epopeya nacional", como se dice.
En primer lugar, fue una derrota. Honrosa y heroica, sin duda; victoria moral, como nos gusta a los argentinos; pero derrota al fin. La de los ingleses fue quizás una victoria a lo Pirro. Pero vencieron. Cortaron las cadenas, rompieron el bloqueo y llegaron con sus barcos a Corrientes, donde la sociedad local admiró los nuevos barcos de vapor y las damas alternaron y coquetearon con los oficiales británicos.
Sin embargo, sus logros fueron escasos. Los mercados de las provincias litorales eran menos atractivos que lo supuesto. Ninguno de los jefes políticos antirrosistas, en armas en las provincias litorales, quiso comprometerse con los ingleses. Los comerciantes británicos en Buenos Aires continuaron acumulando pérdidas con el bloqueo y reclamando una solución pacífica. Dicho esto, sopesemos el argumento de los neorrevisionistas: las fuerzas militares de Rosas, luego de la derrota del 20 de noviembre, practicaron una tenaz y meritoria guerrilla de retaguardia, que ocasionó pérdidas a la flota y a los buques mercantes ingleses. Un problema más. Por entonces, otros problemas en su vasto imperio informal reclamaron la atención del gobierno británico . En 1846 Aberdeen, cultor de la "política de las cañoneras", fue reemplazado en el Foreign Office por Palmerston, partidario del camino negociado. Hubo una nueva evaluación de la situación del Plata, y aunque el bloqueo se mantuvo hasta 1849, finalmente se llegó a un acuerdo muy honroso para el gobierno de la Confederación, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra. La negociación y no la epopeya.
¿Fue "nacional" esta acción? También me parece dudoso. Los revisionistas y neorrevisionistas comparten una idea, de origen alemán, acerca de la existencia de una nación eterna, existente desde siempre y animada por el "alma del pueblo", el volgeist . Una idea importada, pensada para otras realidades, que nuestro nacionalismo aceptó con entusiasmo y aplicó a nuestro caso. Los historiadores profesionales sabemos que las naciones no existen desde siempre, sino que se construyen, en circunstancias determinadas. Casi siempre son impulsadas por Estados, que encuentran en el imaginario nacional su mejor legitimación.
En rigor, en 1845 el Estado nacional argentino todavía estaba en construcción; toda la Cuenca del Plata era un hervidero, y ni siquiera estaba claro qué parte de ella -¿el Uruguay o el Paraguay?- correspondería a la Argentina. Muchos conflictos estaban pendientes de resolución y era difícil saber cómo terminaría la historia, y en consecuencia, cuál de los intereses en pugna sería el "nacional". Nuestros neorrevisionistas dan por sentado que Rosas defendía el interés nacional. Quizá. Pero en la época había opiniones diferentes sobre cómo organizar el país, especialmente entre correntinos, entrerrianos y santafecinos, por no mencionar a uruguayos y paraguayos, cuya independencia Rosas cuestionaba.
En cambio es seguro que Rosas, bloqueando el Paraná e impidiendo la libre navegación de los ríos, sostuvo los intereses de Buenos Aires, una provincia que, bueno es recordarlo, hasta 1862 vaciló entre integrar el nuevo Estado o conformar un Estado autónomo. Rosas defendió con energía el monopolio portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida Albión"-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición.
Transformar una derrota en victoria. Hacer de una batalla donde primaron los intereses particulares de Buenos Aires un jalón en la construcción de la Nación. Todo eso es algo más que una opinión, poco rigurosa pero aceptable en un terreno por definición opinable, como lo es el pasado. Tal manera de ver las cosas constituye una parte central del "sentido común" nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión. En su tiempo, el revisionismo ayudó mucho a construirlo. Los escritores neorrevisionistas -confieso que me cuesta llamarlos historiadores- pulsan esa sensibilidad, la refuerzan, y adicionalmente la convierten en un buen negocio: bien publicitado, el nacionalismo patológico vende bien.
Digo nacionalismo patológico porque hay, en mi opinión, otro nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación. Pero en el sentido común de los argentinos predomina aquel otro: una suerte de "enano nacionalista" que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. Gran Bretaña y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del "enano nacionalista" ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era "apátrida" y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.
Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos -tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas- e incluir en su campaña general contra diversos enemigos -la lista es conocida- este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al "enano nacionalista". Hoy, yo al menos lo dudo.
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