El combate de la Vuelta de Obligado es la expresión a cañonazos de un conflicto que recorre la historia argentina: el de las ambiciones de ciertas dirigencias vernáculas asociadas en beneficio propio con las potencias exteriores del momento, enfrentadas con los intereses nacionales, sobre todo de los sectores populares, que en 1845 fueron organizados y armados por su líder natural, Juan Manuel de Rosas.
Obligado es, junto con el Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas militares de nuestra patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía política, económica y territorial que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos, lamentablemente silenciada por la historiografía liberal escrita por la oligarquía porteñista, antipopular y europeizante, vencedora de nuestras guerras civiles del siglo XIX.
Versión que continúa hoy vigente con algunos cambios epidérmicos y con denominaciones oportunistas que, por ejemplo, incorporan el término "social" para disimular su conservadurismo y continuismo. Corriente que, aprovechando los golpes militares y ante la expulsión de la historiografía peronista y marxista de nuestras universidades, se adueñó del poder que administra cátedras, subsidios, becas, empleos.
Ser revisionista no supone ser "antimitrista". Bartolomé Mitre fue un argentino excepcional que dirigió inmensos ejércitos, tradujo La Divina Comedia , llegó a presidente de la república. Y también escribió los fundamentos de nuestra historia al mismo tiempo que la protagonizaba. Tuvo la sensibilidad social de poner en superficie el heroísmo inconcebible de los caudillos altoperuanos, pero no pudo mantener esa objetividad al ocuparse de los caudillos federales tardíos, a quienes perseguía porque se habían constituido en un serio obstáculo para su proyecto de Organización Nacional. La historiografía que el revisionismo cuestiona se plasmó años después, en parte basada sobre sus escritos, pero sobre todo al calor de una "educación patriótica", cuyo objetivo fue hacer que las masas inmigrantes incorporasen "lo nacional" alimentadas por una versión rígida, simplificada y conservadora de nuestra historia. Cuando se habla de "historia oficial" se debe hablar más de Ricardo Levene que de Mitre.
Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y bélicas de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto "humanitario", infaltable en toda incursión imperial, tuvo la complicidad de los unitarios emigrados en Montevideo: a los "interventores", como les gustó llamarse a los europeos, no los movía otra intención que apoyar a quienes se oponían al gobierno supuestamente tiránico de Rosas.
Es cierto que Rosas era violento; todos en esa época lo eran, también Paz, Lavalle y Urquiza. En cuanto al terror rosista, es sin duda cuestionable la creación de "la Mazorca", una organización parapolicial para perseguir y amedrentar a los opositores; pero también es cierto que en sus períodos más cruentos, octubre de 1840 y abril de 1842, no murieron más de 60 personas, lejos de las 200 ejecutadas por Urquiza en las semanas posteriores a Caseros.
Los motivos reales de la "intervención en el Río de la Plata" fueron de índole económica. Se imponía el castigo a ese gaucho insolente que desafiaba a las potencias europeas con trabas al libre comercio y medidas aduaneras que protegían los productos nacionales, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros.
Gran Bretaña y Francia se habían unido para expandir sus mercados aprovechando el invento de los barcos de guerra a vapor, que les permitían internarse en los ríos sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Esas intenciones eran confirmadas por los casi cien barcos mercantes que seguían a las naves de guerra.
Lo más grave para nuestra soberanía era la pretensión de independizar Corrientes, Entre Ríos y lo que es hoy Misiones formando un nuevo país, la "República de la Mesopotamia", que empequeñecería y debilitaría aún más a la Argentina, que ya había sufrido el desgarro de la Banda Oriental, con la insólita anuencia de Rivadavia, y del Alto Perú (Bolivia) ante la indiferencia de Alvear. Sería Urquiza, luego de Caseros y en acuerdo con el emperador de Portugal Juan I, quien reconocería la independencia del Paraguay, algo a lo que Rosas se negó con pertinacia.
Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados, como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente. Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente:
1) Era imposible vencer militarmente a los invasores por la diferencia de poderío y experiencia, lo que hacía inevitable que tuvieran éxito en su propósito de remontar el río Paraná.
2) Dado que se trataba de una operación comercial encubierta, el objetivo era provocarles daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa y lograr así una victoria estratégica que vigorosas negociaciones diplomáticas harían luego contundente.
3) Era necesario buscar un lugar del Paraná donde fuera posible alcanzar los barcos enemigos con los escasos, anticuados y poco potentes cañones con que se contaba.
Mansilla emplazó cuatro baterías en el lugar conocido como Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y describe una curva que dificultaba la navegación. Allí nuestros heroicos antepasados tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre barcazas y así lograron que durante el tiempo que tardaron en cortarlas los enemigos sufrieran numerosas bajas en soldados y marineros y devastadores daños en sus barcos de guerra y en los mercantes. El calvario de las armadas europeas y los convoyes que las seguían continuó durante el viaje de ida y de regreso, siendo ferozmente atacadas desde las baterías de "Quebracho", del "Tonelero", de "San Lorenzo" y, otra vez, desde "Obligado". La estrategia de Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar 21 cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.
Desde su destierro en Francia, San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: "Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca". Más adelante felicitaría al Restaurador: "La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia". Y al morir le legó su sable libertador.
Insólitamente, hay argentinos que siguen empeñados en negar la importancia de Obligado y hasta objetan la victoria patriota. Aliados así otra vez con los invasores del 45, sobre todo con Francia, que, al calor de la humillación sufrida, insiste aún hoy que la guerra del Paraná le fue favorable. Aducen para ello que superaron las barreras de Obligado, remontaron el Paraná hasta su fin y regresaron. Como muestra, en el Panteón de Napoleón donde se exhiben las banderas enemigas tomadas en victorias militares, se exhibe en el puesto 32 una enseña argentina manchada en sangre recuperada de alguno de los lanchones que sostenían las cadenas.
Pero lo que demuestra su derrota es que no se cumplieron ninguno de los objetivos de la invasión de las potencias: las provincias litorales siguen siendo argentinas, el Paraná es un río interior de nuestro territorio y la Argentina no es un protectorado británico, como habían acordado los unitarios con las potencias "interventoras".
Serían otras las formas, más sutiles y eficaces, que las potencias invasoras, sobre todo Inglaterra, pondrían en juego en el futuro para restañar las heridas y para dominar hasta 1945 nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura con la complicidad de sus "socios interiores".
Obligado es, junto con el Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas militares de nuestra patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía política, económica y territorial que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos, lamentablemente silenciada por la historiografía liberal escrita por la oligarquía porteñista, antipopular y europeizante, vencedora de nuestras guerras civiles del siglo XIX.
Versión que continúa hoy vigente con algunos cambios epidérmicos y con denominaciones oportunistas que, por ejemplo, incorporan el término "social" para disimular su conservadurismo y continuismo. Corriente que, aprovechando los golpes militares y ante la expulsión de la historiografía peronista y marxista de nuestras universidades, se adueñó del poder que administra cátedras, subsidios, becas, empleos.
Ser revisionista no supone ser "antimitrista". Bartolomé Mitre fue un argentino excepcional que dirigió inmensos ejércitos, tradujo La Divina Comedia , llegó a presidente de la república. Y también escribió los fundamentos de nuestra historia al mismo tiempo que la protagonizaba. Tuvo la sensibilidad social de poner en superficie el heroísmo inconcebible de los caudillos altoperuanos, pero no pudo mantener esa objetividad al ocuparse de los caudillos federales tardíos, a quienes perseguía porque se habían constituido en un serio obstáculo para su proyecto de Organización Nacional. La historiografía que el revisionismo cuestiona se plasmó años después, en parte basada sobre sus escritos, pero sobre todo al calor de una "educación patriótica", cuyo objetivo fue hacer que las masas inmigrantes incorporasen "lo nacional" alimentadas por una versión rígida, simplificada y conservadora de nuestra historia. Cuando se habla de "historia oficial" se debe hablar más de Ricardo Levene que de Mitre.
Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y bélicas de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto "humanitario", infaltable en toda incursión imperial, tuvo la complicidad de los unitarios emigrados en Montevideo: a los "interventores", como les gustó llamarse a los europeos, no los movía otra intención que apoyar a quienes se oponían al gobierno supuestamente tiránico de Rosas.
Es cierto que Rosas era violento; todos en esa época lo eran, también Paz, Lavalle y Urquiza. En cuanto al terror rosista, es sin duda cuestionable la creación de "la Mazorca", una organización parapolicial para perseguir y amedrentar a los opositores; pero también es cierto que en sus períodos más cruentos, octubre de 1840 y abril de 1842, no murieron más de 60 personas, lejos de las 200 ejecutadas por Urquiza en las semanas posteriores a Caseros.
Los motivos reales de la "intervención en el Río de la Plata" fueron de índole económica. Se imponía el castigo a ese gaucho insolente que desafiaba a las potencias europeas con trabas al libre comercio y medidas aduaneras que protegían los productos nacionales, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros.
Gran Bretaña y Francia se habían unido para expandir sus mercados aprovechando el invento de los barcos de guerra a vapor, que les permitían internarse en los ríos sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Esas intenciones eran confirmadas por los casi cien barcos mercantes que seguían a las naves de guerra.
Lo más grave para nuestra soberanía era la pretensión de independizar Corrientes, Entre Ríos y lo que es hoy Misiones formando un nuevo país, la "República de la Mesopotamia", que empequeñecería y debilitaría aún más a la Argentina, que ya había sufrido el desgarro de la Banda Oriental, con la insólita anuencia de Rivadavia, y del Alto Perú (Bolivia) ante la indiferencia de Alvear. Sería Urquiza, luego de Caseros y en acuerdo con el emperador de Portugal Juan I, quien reconocería la independencia del Paraguay, algo a lo que Rosas se negó con pertinacia.
Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados, como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente. Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente:
1) Era imposible vencer militarmente a los invasores por la diferencia de poderío y experiencia, lo que hacía inevitable que tuvieran éxito en su propósito de remontar el río Paraná.
2) Dado que se trataba de una operación comercial encubierta, el objetivo era provocarles daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa y lograr así una victoria estratégica que vigorosas negociaciones diplomáticas harían luego contundente.
3) Era necesario buscar un lugar del Paraná donde fuera posible alcanzar los barcos enemigos con los escasos, anticuados y poco potentes cañones con que se contaba.
Mansilla emplazó cuatro baterías en el lugar conocido como Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y describe una curva que dificultaba la navegación. Allí nuestros heroicos antepasados tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre barcazas y así lograron que durante el tiempo que tardaron en cortarlas los enemigos sufrieran numerosas bajas en soldados y marineros y devastadores daños en sus barcos de guerra y en los mercantes. El calvario de las armadas europeas y los convoyes que las seguían continuó durante el viaje de ida y de regreso, siendo ferozmente atacadas desde las baterías de "Quebracho", del "Tonelero", de "San Lorenzo" y, otra vez, desde "Obligado". La estrategia de Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar 21 cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.
Desde su destierro en Francia, San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: "Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca". Más adelante felicitaría al Restaurador: "La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia". Y al morir le legó su sable libertador.
Insólitamente, hay argentinos que siguen empeñados en negar la importancia de Obligado y hasta objetan la victoria patriota. Aliados así otra vez con los invasores del 45, sobre todo con Francia, que, al calor de la humillación sufrida, insiste aún hoy que la guerra del Paraná le fue favorable. Aducen para ello que superaron las barreras de Obligado, remontaron el Paraná hasta su fin y regresaron. Como muestra, en el Panteón de Napoleón donde se exhiben las banderas enemigas tomadas en victorias militares, se exhibe en el puesto 32 una enseña argentina manchada en sangre recuperada de alguno de los lanchones que sostenían las cadenas.
Pero lo que demuestra su derrota es que no se cumplieron ninguno de los objetivos de la invasión de las potencias: las provincias litorales siguen siendo argentinas, el Paraná es un río interior de nuestro territorio y la Argentina no es un protectorado británico, como habían acordado los unitarios con las potencias "interventoras".
Serían otras las formas, más sutiles y eficaces, que las potencias invasoras, sobre todo Inglaterra, pondrían en juego en el futuro para restañar las heridas y para dominar hasta 1945 nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura con la complicidad de sus "socios interiores".
Comentarios