“Vaaaaaaaamo’ Pol carajo!!!!”. El grito del pibe que tengo al lado me enfoca al sector izquierdo del escenario, por donde, antes que las cámaras lo detecten y las pantallas lo agiganten aún más, aparece el tipo, dos minutos después de la hora señalada.
McCartney, Hofner violín al aire, saluda, hace reverencias y arranca el recital más importante de nuestras vidas con un guiño a los que estamos “sentados en el estadio a la espera de que comience el show”, desde la letra de Venus & Mars.
No hay disco, video o youtube que pueda preparar a nadie en el mundo para evitar que un nudo marinero te cierre la garganta y empieces a pucherear como un nene que le sacaron el chupetín. Simplemente así. Tanto así.
Para cuando reaccionamos, ya pasó la seguidilla “wing” que entrelazó el disparador inicial con “Rock Show” y los puños enhiestos de “Jet”. Paul, de él se trata, le haría caso al asesor en gentilicios (lo debe tener) para saludarnos a todos los argentinos, paraguayos, uruguayos, bolivianos y chilenos presentes con un “Hola porteños”. ¿Importa? No, claro, si todavía estamos secándonos las lágrimas cuando arranca con “All my loving” y reinicia la beatlemanía, que nunca se fue, pero estaba dormida.
El escenario abstrae de las muchas escenas que nos rodean, y que completaron un día único e irrepetible. Un flaco que trabaja de seguridad en espectáculos del Gran Buenos Aires le guarda el lugar a la madre, una cincuentona que conoció mejores épocas y que llegó al Estadio dos horas antes que él pero no puede encontrar la entrada. Un petiso, que también pasó con comodidad la quinta década y tiene pinta de portero de edificio, recibe con gusto un analgésico porque “de los nervios” tiene dolor de cabeza. Su mujer, frágil, como asustada, no entiende cómo ese mismo señor de gestos tranquilos se transformó en minutos en el héroe del “air guitar”, del “air drum” y del “air bass”. Mientras ella sigue sentada, él se para, revolea los brazos y la mira extasiado repitiendo religiosamente cada letra, comentándole al oído vaya uno a saber qué cosas.
Ya se olvidaron de la discusión antes del show con un porrudo y su novia acaramelada, que se fumaron media Jamaica en dos horas. De hecho, el portero y el porrudo hasta podrían formar una banda tributo y tocar en los bares.
Acaba de terminar una versión monstruosa de “Let Me Roll It” fusionada con “Foxy Lady” de Hendrix con una pantalla naranja de fondo. Parece que nos va a dar un par de minutos de respiro, pero el primer verso de “The Long and Winding Road” es un mazazo. ¿Hay algún comienzo más conmovedor en la historia de la música? Quizás, pero seguro que también tiene el mismo sello de autor.
Un pequeño set de Wings concluye con “My Love” la canción “para todos los enamorados” que compuso pensando en Linda, esa mujer a la que debemos agradecerle tantas cosas. “No me preguntes nunca por qué nunca diré adiós a mi amor” nos refriega en la cara, y todos (el gordo peludo con su pegajosa novia, el portero con su esposa triste y esa pareja cheta que llegó tarde porque los “trapitos” no le dejaban estacionar el auto) lloramos de nuevo, pensando en la persona que tenemos al lado. De esa declaración de amor al amor que ya no está (y cuánta falta le hizo a Paul durante todo este tiempo) pasamos a una de las melodías más alegres jamás compuestas. Desde hace 35 años “I'm Looking Through You” tiene la increíble capacidad de bosquejar una sonrisa en el rostro de quien la escucha, aún en el peor momento, y ésta no fue la excepción.
Paul es conciente, claro, de su magnitud. De la forma en que influyó e influirá en todos nosotros. Sabe que muchos de los hijos que están en el estadio con sus padres nacieron de una canción que él escribió jugando con Lennon a dominar el mundo durante su adolescencia. Cada tanto nos incentiva para que la ovación crezca, sin pudor, y sin falsa modestia. No la necesita. Se acoda en el piano y pierde su mirada en el público, pensando en algo. O en nada.
El rollercoaster emocional nos llevaría a Liverpool varias veces, para traernos de nuevo a los ausentes. A los 68, y con Ringo retirado, McCartney es The Beatles y así lo recordaremos. Porque cuando las fotos de la pantalla nos mostraron a Lennon (Here Today) y Harrison (una memorable versión de Something), por un momento creímos verlos a todos juntos otra vez, y jugamos a sentirnos fanáticos adolescentes a punto del desmayo mientras ellos movían el flequillo. Tan generoso es este viejo prócer, que decidió cargar en sus hombros a toda una generación de ídolos perdidos en un solo show, y ese peso no lo agobia, aún con sus casi siete décadas.
Ver al beatle en vivo es compendiar la historia de la música contemporánea y comprobar que los instrumentos, tantas veces maltratados por pequeñas estrellas barriales con pretensiones universales, aún pueden sacar sonidos maravillosos.
Él que hizo todo antes que nadie, es capaz de pasar del espíritu festivo de Dance Tonight a la melancolía absoluta de Eleanor Rigby, algo así como la Penélope de Serrat, pero antes y en inglés. Solo él puede enhebrar desde el mismo piano el himno al optimismo (Let it Be), con la furibunda potencia rockera de Live and Let Die, fuegos incluidos, y volver luego, con naturalidad, a la paz hippona de Hey Jude. Brazos en alto, de un lado al otro ¡La, la, la, laaaaa! y cierre.
Los bises son, en sí mismos, un recital aparte de Los Beatles. Y el slalom final vuelve a mostrar la versatilidad de alguien que tocó, en tres horas, con un bajo violín, dos guitarras eléctricas, otras varias acústicas, un ukelele y dos pianos. Solito mi alma, parado frente a todos, arranca con “Yesterday, All my troubles seemed so far away...”, y cincuenta mil personas ya no esconden la cara para ocultar sus ojos enrojecidos de gratitud. Treinta y cinco canciones después, Macca todavía tiene ánimo para levantarse de manera bestial, y arranca con Helter Skelter, el punk antes del punk.
El acomodador, un barra de River que extravió sus incisivos, caninos y un par de premolares en alguna batalla futbolera, se sienta en cuclillas y mira fijo a la cancha, pensando, quizás, que esta será la única alegría que verá en mucho tiempo el Monumental.
El Sargento Pepper hace su aparición en escena para despedirnos con una versión rockeada en la que el líder de la banda deja lugar al destaque de los músicos que lo acompañan, en otra muestra de altruismo escénico.
Se toma de los tiradores, en el gesto canchero que tantas veces repitió en su carrera y saluda para todos lados. Observa, por un instante, las tribunas repletas. Percibe que no volverá a vernos y que no volveremos a verlo. Sale corriendo, revoleando las piernas como el pibe que nunca dejó de ser, y saluda a cámara para que lo veamos por las pantallas.
Chau Paul! Gracias.
McCartney, Hofner violín al aire, saluda, hace reverencias y arranca el recital más importante de nuestras vidas con un guiño a los que estamos “sentados en el estadio a la espera de que comience el show”, desde la letra de Venus & Mars.
No hay disco, video o youtube que pueda preparar a nadie en el mundo para evitar que un nudo marinero te cierre la garganta y empieces a pucherear como un nene que le sacaron el chupetín. Simplemente así. Tanto así.
Para cuando reaccionamos, ya pasó la seguidilla “wing” que entrelazó el disparador inicial con “Rock Show” y los puños enhiestos de “Jet”. Paul, de él se trata, le haría caso al asesor en gentilicios (lo debe tener) para saludarnos a todos los argentinos, paraguayos, uruguayos, bolivianos y chilenos presentes con un “Hola porteños”. ¿Importa? No, claro, si todavía estamos secándonos las lágrimas cuando arranca con “All my loving” y reinicia la beatlemanía, que nunca se fue, pero estaba dormida.
El escenario abstrae de las muchas escenas que nos rodean, y que completaron un día único e irrepetible. Un flaco que trabaja de seguridad en espectáculos del Gran Buenos Aires le guarda el lugar a la madre, una cincuentona que conoció mejores épocas y que llegó al Estadio dos horas antes que él pero no puede encontrar la entrada. Un petiso, que también pasó con comodidad la quinta década y tiene pinta de portero de edificio, recibe con gusto un analgésico porque “de los nervios” tiene dolor de cabeza. Su mujer, frágil, como asustada, no entiende cómo ese mismo señor de gestos tranquilos se transformó en minutos en el héroe del “air guitar”, del “air drum” y del “air bass”. Mientras ella sigue sentada, él se para, revolea los brazos y la mira extasiado repitiendo religiosamente cada letra, comentándole al oído vaya uno a saber qué cosas.
Ya se olvidaron de la discusión antes del show con un porrudo y su novia acaramelada, que se fumaron media Jamaica en dos horas. De hecho, el portero y el porrudo hasta podrían formar una banda tributo y tocar en los bares.
Acaba de terminar una versión monstruosa de “Let Me Roll It” fusionada con “Foxy Lady” de Hendrix con una pantalla naranja de fondo. Parece que nos va a dar un par de minutos de respiro, pero el primer verso de “The Long and Winding Road” es un mazazo. ¿Hay algún comienzo más conmovedor en la historia de la música? Quizás, pero seguro que también tiene el mismo sello de autor.
Un pequeño set de Wings concluye con “My Love” la canción “para todos los enamorados” que compuso pensando en Linda, esa mujer a la que debemos agradecerle tantas cosas. “No me preguntes nunca por qué nunca diré adiós a mi amor” nos refriega en la cara, y todos (el gordo peludo con su pegajosa novia, el portero con su esposa triste y esa pareja cheta que llegó tarde porque los “trapitos” no le dejaban estacionar el auto) lloramos de nuevo, pensando en la persona que tenemos al lado. De esa declaración de amor al amor que ya no está (y cuánta falta le hizo a Paul durante todo este tiempo) pasamos a una de las melodías más alegres jamás compuestas. Desde hace 35 años “I'm Looking Through You” tiene la increíble capacidad de bosquejar una sonrisa en el rostro de quien la escucha, aún en el peor momento, y ésta no fue la excepción.
Paul es conciente, claro, de su magnitud. De la forma en que influyó e influirá en todos nosotros. Sabe que muchos de los hijos que están en el estadio con sus padres nacieron de una canción que él escribió jugando con Lennon a dominar el mundo durante su adolescencia. Cada tanto nos incentiva para que la ovación crezca, sin pudor, y sin falsa modestia. No la necesita. Se acoda en el piano y pierde su mirada en el público, pensando en algo. O en nada.
El rollercoaster emocional nos llevaría a Liverpool varias veces, para traernos de nuevo a los ausentes. A los 68, y con Ringo retirado, McCartney es The Beatles y así lo recordaremos. Porque cuando las fotos de la pantalla nos mostraron a Lennon (Here Today) y Harrison (una memorable versión de Something), por un momento creímos verlos a todos juntos otra vez, y jugamos a sentirnos fanáticos adolescentes a punto del desmayo mientras ellos movían el flequillo. Tan generoso es este viejo prócer, que decidió cargar en sus hombros a toda una generación de ídolos perdidos en un solo show, y ese peso no lo agobia, aún con sus casi siete décadas.
Ver al beatle en vivo es compendiar la historia de la música contemporánea y comprobar que los instrumentos, tantas veces maltratados por pequeñas estrellas barriales con pretensiones universales, aún pueden sacar sonidos maravillosos.
Él que hizo todo antes que nadie, es capaz de pasar del espíritu festivo de Dance Tonight a la melancolía absoluta de Eleanor Rigby, algo así como la Penélope de Serrat, pero antes y en inglés. Solo él puede enhebrar desde el mismo piano el himno al optimismo (Let it Be), con la furibunda potencia rockera de Live and Let Die, fuegos incluidos, y volver luego, con naturalidad, a la paz hippona de Hey Jude. Brazos en alto, de un lado al otro ¡La, la, la, laaaaa! y cierre.
Los bises son, en sí mismos, un recital aparte de Los Beatles. Y el slalom final vuelve a mostrar la versatilidad de alguien que tocó, en tres horas, con un bajo violín, dos guitarras eléctricas, otras varias acústicas, un ukelele y dos pianos. Solito mi alma, parado frente a todos, arranca con “Yesterday, All my troubles seemed so far away...”, y cincuenta mil personas ya no esconden la cara para ocultar sus ojos enrojecidos de gratitud. Treinta y cinco canciones después, Macca todavía tiene ánimo para levantarse de manera bestial, y arranca con Helter Skelter, el punk antes del punk.
El acomodador, un barra de River que extravió sus incisivos, caninos y un par de premolares en alguna batalla futbolera, se sienta en cuclillas y mira fijo a la cancha, pensando, quizás, que esta será la única alegría que verá en mucho tiempo el Monumental.
El Sargento Pepper hace su aparición en escena para despedirnos con una versión rockeada en la que el líder de la banda deja lugar al destaque de los músicos que lo acompañan, en otra muestra de altruismo escénico.
Se toma de los tiradores, en el gesto canchero que tantas veces repitió en su carrera y saluda para todos lados. Observa, por un instante, las tribunas repletas. Percibe que no volverá a vernos y que no volveremos a verlo. Sale corriendo, revoleando las piernas como el pibe que nunca dejó de ser, y saluda a cámara para que lo veamos por las pantallas.
Chau Paul! Gracias.
Comentarios
Este relato lo logra pero no evita que se nuble la vista con lagrimas de emoción.
Gracias Gabriel por hacerme vivir algo bastante parecido a lo del miercoles!
Saludos. TB