De pibe, me divertía buscando en el diccionario las malas palabras, las prohibidas en casa, y de las otras, las comunes, las que se usaban cotidianamente en diálogos de personas de todas las edades. Una de ellas, pedo, y me causó muchas gracia al leer “ventosidad expelida por el ano”.
Y vaya que usamos a cada rato la palabra pedo y no sólo para mencionarlo como un accidente del cuerpo, una molestia, un alivio o una vergüenza, sino para definir a quienes nada hacen (“estos gobernantes están al…”, suele escucharse en estos tiempos de disputas y peleas, de reclamos y protestas…) o para herir citando que “aquel nació al…” (porque poco y nada aporta a la sociedad) o “vive en una nube de…” (¡pobre!, distraído hasta la perdición) y –tal vez la más común en el idioma popular- “está en …” (para un pobre hombre que quedó atrapado por los efectos el alcohol, como si su estado fuera igual a una pronta evaporación y desaparición de la tierra).
No hay dudas. La palabra pedo es una de las más frecuentes en nuestro vocabulario común. Tanto, que casi ya no la consideramos mala palabra
Pero el simple ejercicio del pedo, afortunadamente sigue prohibido entre la gente de buena educación y respeto al prójimo. Aunque ya contaremos ejemplos que para ciertas personas fue tan habitual tirarse un pedo en público, que si bien no alcanzaron fama de celebridades, merecen una mención, no a modo de admiración, pero sí de manera anecdótica por esa gente que tal vez entendió que no se es libre del todo si tememos a los complejos.
¿Y quién no conoce un cuento de pedos? A mí me causa gracia uno en el que se lo llama gas, tal el idioma profesional. Y recuerdo el chiste con una joven visitando al médico para comentarle que tenía el vientre inflamado, a lo que el doctor, paternalmente, apuntó que seguro se trataba de gases. Unos meses después, la muchacha, conduciendo un cochecito con dos bebés, se encontró con el médico. Este, extrañado, preguntó si eran sus hijos, a lo que ella le respondió que “sí, pero para usted deben ser dos pedos vestidos de marineritos”.
Los pedos son una incomodidad, excepto que uno esté solo. De lo contrario, cuesta contenerlos, salvo que esté seguro que se trate del abominable “sordo” que a veces –y como un merecido castigo para el traicionero autor del atentado público- aparezca con “sorpresa”. Como el episodio que me contaron una vez de un alumno que se sentaba en el último banco del salón. El pobre niño estaba colorado de sufrimiento y, desesperado porque no podía sujetar el gas, decidió liberarse de la pesada carga. Su cara regocijaba de placer hasta que una mueca mezcla de sorpresa, indignación y vergüenza, lo dejó morado y transpirado. La maestra, imaginando que el pequeño estaba pasando un mal trance, se acercó disimulada y parsimoniosamente, mirando los cuadernos por encima de las cabecitas agachadas de los alumnos. Apoyada en la pared, preguntó al pequeñín si estaba descompuesto. Negó el niño tal posibilidad justo cuando ella acercó el rostro al del nene. A la señorita se le frunció la nariz y sólo atinó a decir, como si fuera un murmullo: “mmmmm, me parece que por aquí se murió una lauchita…”
Conocí hombres que en reuniones masculinas no sintieron vergüenza en tirarse un gas. De esos hombres que son capaces de alardear por el sonido. Y hasta es posible que vuelvan a hacer el comentario viejísimo, si alguien se ofende por su mala educación, citando que “prefiero perder un amigo y no una tripa”, argumentando que esa molestia rectal no la mantendría a pesar de los comentarios posteriores.
Una vez me enteré que un señor, contrario a la reprimenda verbal, incluidos deseos malintencionados y aseveraciones que “por ahí anduvo gente”, se llevó una de las más grandes y gratas sorpresas de su vida. En la quietud de la noche, recién acostados los muchachos para conciliar el sueño en un largo gimnasio de un club de la costa atlántica al que habían llegado delegaciones a participar de un torneo deportivo, el sonido estentóreo de un pedo estremeció las penumbras. Silencio. Como que después de la tempestad viene la calma. O como que ninguno podía reaccionar por la sorpresa que originó semejante estampida. Silencio. Como si se hubiese tratado de un bocinazo que obligaba a la calma. Pero no. Las carcajadas estallaron como un contagio, y todo fue jarana, y hasta algunos se animaron a aplaudir, y como si estuvieron vivando un artista arriba del escenario, pedían a coro “¡otro, otro, otro…!
Y bueno. Otros tiempos para las anécdotas que no tienen nada de inventiva ni exageración. Y perdonen que no mencione los autores. Y razón me darán después de los siguientes ejemplos protagonizados por una señora mayor. Para ella no era indiscreto tirarse un pedo en compañía de personas. Era lo más natural. Y claro que tal modo de comportarse generó incredulidad primero e incomodidad después por la forma en que la señora caminaba por la vieja habitación de una vivienda y mantenía una charla coloquial, a la par que iban sonando pedos como si no los advirtiera. Como que se le hubieran “caído” sin intentar detenerlos.
Como ustedes ahora, nadie le creyó a la persona que contó el episodio. Pero el convencimiento llegó poco después, cuando la señora que liberaba gases sin vergüenza, iba del brazo de un jovencito de unos veintipico de años, siguiendo el cortejo que había salido del cementerio de
Y vaya que usamos a cada rato la palabra pedo y no sólo para mencionarlo como un accidente del cuerpo, una molestia, un alivio o una vergüenza, sino para definir a quienes nada hacen (“estos gobernantes están al…”, suele escucharse en estos tiempos de disputas y peleas, de reclamos y protestas…) o para herir citando que “aquel nació al…” (porque poco y nada aporta a la sociedad) o “vive en una nube de…” (¡pobre!, distraído hasta la perdición) y –tal vez la más común en el idioma popular- “está en …” (para un pobre hombre que quedó atrapado por los efectos el alcohol, como si su estado fuera igual a una pronta evaporación y desaparición de la tierra).
No hay dudas. La palabra pedo es una de las más frecuentes en nuestro vocabulario común. Tanto, que casi ya no la consideramos mala palabra
Pero el simple ejercicio del pedo, afortunadamente sigue prohibido entre la gente de buena educación y respeto al prójimo. Aunque ya contaremos ejemplos que para ciertas personas fue tan habitual tirarse un pedo en público, que si bien no alcanzaron fama de celebridades, merecen una mención, no a modo de admiración, pero sí de manera anecdótica por esa gente que tal vez entendió que no se es libre del todo si tememos a los complejos.
¿Y quién no conoce un cuento de pedos? A mí me causa gracia uno en el que se lo llama gas, tal el idioma profesional. Y recuerdo el chiste con una joven visitando al médico para comentarle que tenía el vientre inflamado, a lo que el doctor, paternalmente, apuntó que seguro se trataba de gases. Unos meses después, la muchacha, conduciendo un cochecito con dos bebés, se encontró con el médico. Este, extrañado, preguntó si eran sus hijos, a lo que ella le respondió que “sí, pero para usted deben ser dos pedos vestidos de marineritos”.
Los pedos son una incomodidad, excepto que uno esté solo. De lo contrario, cuesta contenerlos, salvo que esté seguro que se trate del abominable “sordo” que a veces –y como un merecido castigo para el traicionero autor del atentado público- aparezca con “sorpresa”. Como el episodio que me contaron una vez de un alumno que se sentaba en el último banco del salón. El pobre niño estaba colorado de sufrimiento y, desesperado porque no podía sujetar el gas, decidió liberarse de la pesada carga. Su cara regocijaba de placer hasta que una mueca mezcla de sorpresa, indignación y vergüenza, lo dejó morado y transpirado. La maestra, imaginando que el pequeño estaba pasando un mal trance, se acercó disimulada y parsimoniosamente, mirando los cuadernos por encima de las cabecitas agachadas de los alumnos. Apoyada en la pared, preguntó al pequeñín si estaba descompuesto. Negó el niño tal posibilidad justo cuando ella acercó el rostro al del nene. A la señorita se le frunció la nariz y sólo atinó a decir, como si fuera un murmullo: “mmmmm, me parece que por aquí se murió una lauchita…”
Conocí hombres que en reuniones masculinas no sintieron vergüenza en tirarse un gas. De esos hombres que son capaces de alardear por el sonido. Y hasta es posible que vuelvan a hacer el comentario viejísimo, si alguien se ofende por su mala educación, citando que “prefiero perder un amigo y no una tripa”, argumentando que esa molestia rectal no la mantendría a pesar de los comentarios posteriores.
Una vez me enteré que un señor, contrario a la reprimenda verbal, incluidos deseos malintencionados y aseveraciones que “por ahí anduvo gente”, se llevó una de las más grandes y gratas sorpresas de su vida. En la quietud de la noche, recién acostados los muchachos para conciliar el sueño en un largo gimnasio de un club de la costa atlántica al que habían llegado delegaciones a participar de un torneo deportivo, el sonido estentóreo de un pedo estremeció las penumbras. Silencio. Como que después de la tempestad viene la calma. O como que ninguno podía reaccionar por la sorpresa que originó semejante estampida. Silencio. Como si se hubiese tratado de un bocinazo que obligaba a la calma. Pero no. Las carcajadas estallaron como un contagio, y todo fue jarana, y hasta algunos se animaron a aplaudir, y como si estuvieron vivando un artista arriba del escenario, pedían a coro “¡otro, otro, otro…!
Y bueno. Otros tiempos para las anécdotas que no tienen nada de inventiva ni exageración. Y perdonen que no mencione los autores. Y razón me darán después de los siguientes ejemplos protagonizados por una señora mayor. Para ella no era indiscreto tirarse un pedo en compañía de personas. Era lo más natural. Y claro que tal modo de comportarse generó incredulidad primero e incomodidad después por la forma en que la señora caminaba por la vieja habitación de una vivienda y mantenía una charla coloquial, a la par que iban sonando pedos como si no los advirtiera. Como que se le hubieran “caído” sin intentar detenerlos.
Como ustedes ahora, nadie le creyó a la persona que contó el episodio. Pero el convencimiento llegó poco después, cuando la señora que liberaba gases sin vergüenza, iba del brazo de un jovencito de unos veintipico de años, siguiendo el cortejo que había salido del cementerio de
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